
La estupidez en España: más peligrosa que la maldad
Selene Perdomo
9/2/2025
“Al conversar con él, uno siente virtualmente que no está tratando en absoluto con una persona, sino con eslóganes, consignas y cosas por el estilo que se han apoderado de él. Está bajo un hechizo, cegado, maltratado y abusado en su propio ser.” Dietrich Bonhoeffer
En las democracias modernas damos por sentado que la libertad de expresión es un derecho incuestionable. Sin embargo, en España, cada vez más personas comienzan a experimentar un fenómeno inquietante: el miedo invisible. No se trata de leyes explícitas que silencien, sino de un clima sutil, social y psicológico que condiciona lo que decimos y, sobre todo, lo que callamos.
Puedo reconocerlo porque lo padecí en Cuba, donde el verdadero bloqueo era interno: politización, censura, miedo. Cualquiera podía delatarte: un vecino, un amigo, tu propia familia.
No podías ser tú. Ni siquiera quejarte en voz alta tras cuatro horas de espera en una parada de autobús, porque siempre había un delator dispuesto a señalarte como contrarrevolucionario y ponerte en la lista negra.
La vigilancia era asfixiante: el régimen fomentaba a los chivatos, estaban autorizados a seguirte, a escuchar tus llamadas, a vetar tus amistades. Te acusaban de “diversionismo ideológico” por lo que leías o vestías. Hasta por escuchar a los Beatles podías ser castigado. Y en esa paradoja cruel, años después, levantaron una estatua de Lennon, convertido en icono comunista.
Al otro lado del horror, en la convulsa Europa, pocas décadas antes, Dietrich Bonhoeffer, el teólogo y pensador alemán, se convirtió en una de las voces más firmes contra el nazismo. Con apenas 27 años, denunció públicamente a Hitler, fundó seminarios clandestinos y conspiró contra el régimen. Arrestado en 1943, pasó dos años en prisión hasta ser ejecutado en abril de 1945 en el campo de concentración de Flossenbürg, un mes antes de que acabara la guerra.
2/9/2025 por Selene Perdomo


La psicopatía de ese sistema había creado un castigo social todavía vigente llamado “mitin de repudio”: turbas violentas enviadas por el aparato represor que gritaban en tu puerta insultos gusano, escoria, lumpen, vende patria, traidor, antisocial, que se vayan, "gusanos ratones salgan de los rincones"... Repetían como zombis caribeños un coro pegadizo y melódico: "pin pón fuera, abajo la gusanera" o “pa lo que sea, Fidel, pa lo que sea”, aunque ese “pa lo que sea” signifique golpear a un vecino entre todos hasta desangrarlo, si la orden viene del líder es moralmente incuestionable, aunque incluso se involucre a los niños en fase de adoctrinamiento. La masa aplastante en su máxima estupidez colectiva.
¿Qué puede llevar a gran parte de la población de un país a someterse e incluso a apoyar semejante aberración?










Bonhoeffer, en su teoría de la estupidez, observó cómo este fenómeno permitió que las masas apoyaran a un líder como Hitler, alguien que bajo una apariencia mesiánica escondía delirio y destrucción. No fue la inteligencia lo que faltó, sino la voluntad de cuestionar. La propaganda, repetida hasta el cansancio, unida al miedo y a la presión del grupo, llevó a millones a aplaudir lo que, visto con distancia, es demencial. Ese mismo patrón nos advierte del peligro actual: cuando dejamos de pensar por nosotros mismos, podemos entregar nuestra libertad a cualquier voz que grite más fuerte, aunque sea la de un loco.




La historia está llena de episodios donde la estupidez grupal arrasó con la razón: desde cacerías de brujas, delirios colectivos, hasta rumores que incendiaron pueblos enteros. Distintos en tiempo y lugar, todos comparten el mismo patrón: la estupidez se convierte en fuerza devastadora.
El mismo mecanismo ejercido ya en Cuba se repitió en Venezuela, donde la llegada de un líder carismático, presentado como salvador de los humildes frente a las élites, conquistó a la mayoría.
Las promesas de igualdad y justicia social fueron la antesala de un proyecto que pronto derivó en control absoluto, persecución de voces disidentes y empobrecimiento masivo. La propaganda, repetida en todos los rincones, moldeó una narrativa donde criticar al régimen equivalía a ser enemigo del pueblo. Y lo mismo ocurre en Asia: en China, disentir puede costarte la cárcel o la desaparición; en Corea del Norte, una condena segura para ti y tu familia. Allí el miedo no es invisible: es tangible, brutal e inmediato.


Un dato que muchos desconocen es que, mientras la estupidez colectiva dividía a las masas en bandos opuestos, Fidel Castro fue admirador de Francisco Franco y ambos supieron reconocerse mutuamente. En teoría eran dictadores con ideologías distintas, pero en la práctica compartían mucho más que la procedencia gallega. Franco mantuvo la embajada española en La Habana cuando otros países se desvinculaban de la dictadura castrista, y España se convirtió en socio comercial clave durante el embargo estadounidense, firmado por John F. Kennedy en 1962 tras las expropiaciones masivas y la alianza de Castro con la URSS en plena Guerra Fría.


La admiración del tirano Castro hacia el caudillo quedó sellada de manera pública en 1975, cuando murió Franco. Para sorpresa del mundo entero, el régimen castrista decretó tres días de duelo nacional en la isla. Honró al dictador español como a un amigo y envió delegaciones oficiales a rendir homenaje en Madrid. Un gesto que descolocó a muchos que aún idolatran el comunismo cubano, pero que revela una verdad incómoda: la estupidez normalizada no ha desaparecido y hoy vuelve a tener a España como objetivo.
A la estupidez moderna se suma el buenismo: esa corrección política que, amparada en la presunta superioridad moral de algunos, marca los límites de lo decible. Lo que aparenta ser respeto se convierte en insulto y señalamiento, y tras esa fachada de bondad late una de las formas más sutiles de censura: la que obliga a callar para no ser reducido a facha, racista o ultraderechista.
Hoy la amenaza no llega solo de regímenes totalitarios. La propia Unión Europea debate el llamado Chat Control, una normativa que permitiría escanear todos nuestros mensajes, incluso los cifrados, en nombre de la seguridad. ¿El resultado? Que cada ciudadano viva con la sensación de ser vigilado permanentemente.
El riesgo de esta censura intangible está ganando terreno: si se normaliza, tiende a cristalizar en leyes que limiten de manera formal la libertad de expresión. Lo que hoy es miedo al señalamiento social tiende a convertirse en sanciones, prohibiciones y regulaciones que acallen voces incómodas. La historia demuestra que, cuando el silencio se institucionaliza, lo que se pierde no se recupera fácilmente.


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